viernes, 11 de febrero de 2011

De Padre a papi

Quiero compartir este escrito que me envió un Señor al que todavía hoy en día se le sigue llamando "Padre". Hasta hace cosa de un siglo, los hijos acataban el cuarto mandamiento como si no fuera dictamen de Dios sino reglamento de la Federación de Fútbol. Imperaban normas estrictas de educación: nadie se sentaba a la mesa antes que el padre; nadie hablaba sin permiso del padre; nadie se levantaba si el padre no se había levantado; nadie repetía almuerzo, porque el padre solía dar buena cuenta de las bandejas: por algo era el padre... La madre ha constituido siempre el eje sentimental de la casa, pero el padre era la autoridad suprema. Cuando el padre miraba fijamente a la hija, esta abandonaba al novio, volvía a vestir falda larga y se metía de monja. A una orden suya, los hijos varones cortaban leña, alzaban bultos o se hacían matar en la guerra. ―Padre: ¿quiere usted que cargue las piedras en el carro y le dé de beber al buey? Todo empezó a cambiar hace unas siete décadas, cuando el padre dejó de ser el padre y se convirtió en el papá. El mero sustantivo ya era una derrota. Padre es palabra sólida, rocosa; papá es apelativo para oso de felpa o perro faldero. Demasiada confianzuda. Además ―segunda derrota― "papá" es una invitación al infame tuteo. Con el uso de "papá" el hijo se sintió autorizado para protestar, cosa que nunca había ocurrido cuando el padre era el padre: ―¡Pero, papá, Es el colmo que no me prestes el coche...! A diferencia del padre, el papá era tolerante. Permitía al hijo que fumara en su presencia, en vez de arrancarle de una bofetada el cigarrillo, como hacía el padre en circunstancias parecidas. Los hijos empezaron a llevar amigos a casa y a organizar guateques y fiestas, mientras papá y mamá se desvelaban y comentaban: ―Bueno, tranquiliza saber que están tomándose unas copas en casa y no por ahí…, en cualquier parte. El papá marcó un acercamiento generacional muy importante, algo que el padre desaconsejaba por completo. Los hijos empezaron a comer en el salón delante de la tele, mientras papá y mamá lo hacían solos en la mesa. Y a usar el teléfono sin permiso, y a sustraer billetes de la cartera de papá, y a usar sus mejores camisas. La hija, a salir con pretendientes sin carabina y a exigir al papá que no ponga mala cara al insoportable novio y que lo llame Tato en vez de "señor González". Papá seguía siendo la autoridad de la casa, pero bastante maltrecha. Nada comparable a la figura de prócer del padre. Era, en fin, un tipo querido, de lavar y planchar, a quien acudir en busca de consejo o pasta. Y entonces vino papi. Papi es invento reciente, de los últimos 30 años. Descendiente menguado y raquítico de padre y de papá, ya ni siquiera se le consulta o se le solicita, sino que se le notifica. ―Papi, me llevo el auto, dame para gasolina... A papi lo sacan de todo. Le ordenan que se vaya a cine con mami cuando los niños tienen fiesta y que entren en silencio por la puerta de atrás. Tiene prohibido preguntar a la nena quién es ese tipo despeinado que desayuna descalzo y en calzoncillos en la cocina. A papi le quitan todo: la tarjeta de crédito, la ropa, el turno para ducharse, la afeitadora eléctrica, el ordenata, las llaves... A papi se le riñe impunemente: ―¡Papi, no me vuelvas a llamar "chiquita" delante de Juanca... Aquel respeto que inspiraba padre, con papá se transformó en confianzuda y se ha vuelto franco abuso con papi: ―Oye, papi, ¡qué cara!: te me has bebido todo el whisky… No sé qué seguirá de papi hacia abajo. Supongo que la esclavitud o el destierro. Yo estoy aterrado porque, después de haber sido nieto de padre, hijo de papá y papi de hijos, mis nietas han empezado a llamarme "bebé".

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